La ética y la tecnología de la clonación
Sobre la reproducción de personas:
La ética y la tecnología de la clonación
Frederick Ferré (fferre@uga.edu University of Georgia, Estados Unidos
Este artículo examina especialmente los problemas éticos que plantea la clonación deseres humanos desde la perspectiva del organicismo personalista -posición filosófica inspirada en la obra de Alfred North Whitehead. En primer lugar, bosqueja el escenario que hace de la tecnología de la clonación humana una posibilidad tecnológicamente realizable y describe las reacciones que despierta. En segundo lugar, analiza diferentes modelos para pensar a los clones humanos. En particular, discute los presupuestos metafísicos que subyacen tanto a la atribución como a la negación del estatuto de persona humana a los clones humanos. Finalmente, presenta la perspectiva filosófica del organicismo personalista y argumenta por qué razones tenemos que tratar a los clones humanos como personas completas
Revista CTS, nº 5, vol. 2, Junio de 2005 (pág. 125-140)
Cuando hace menos de diez años fue presentada al mundo Dolly, la ovejita creada por Ian Wilmut, muchos se estremecieron. Hasta entonces, la biotecnología había caratulado como “imposible” la idea de clonar mamíferos a partir de tejidos adultos especializados. Ciertamente, ya se sabía que todas las células contienen el código de ADN de la totalidad del organismo, pero los expertos estaban convencidos de que el proceso de especialización -en el que las células se convierten en huesos, cerebros o pechos- incapacitaba a estos ADN “usados” para realizar nuevas tareas reproductivas. Wilmut, cuyo nombre será largamente recordado en el panteón de los seres que lograron conmover al mundo, perseveró a pesar de las opiniones que había recibido al respecto y demostró que su proyecto podía ser llevado a cabo. Recientemente, ha solicitado permiso a las autoridades de su país para producir embriones humanos clonados con fines terapéuticos La receta básica que Wilmut utilizó para crear a Dolly fue la siguiente. En primer lugar, se tomó una célula adulta especializada (en este caso, una célula mamaria extraída de la ubre de una oveja Finn Dorset de semblante blanco) y se la privó de nutrientes para dejarla inactiva. En segundo lugar, se tomó un óvulo de una oveja Scotish Blackface y se le quitaron todas sus cadenas de ADN, eliminando de la célula-huevo todos los rasgos genéticos propios de las Scotish Blackface. Una vez que esto estuvo preparado, la célula mamaria inactiva, con todo su intacto ADN de Finn Dorset, fue introducida debajo de la delicada membrana que recubre al óvulo cuyo tamaño es muy superior. Luego, se aplicó una descarga eléctrica sobre ambas células para abrir sus poros e iniciar su desarrollo. El contenido de la pequeña célula mamaria, portadora del código de la oveja Finn Dorset, se abrió camino entre los poros abiertos de la célula-huevo, y el óvulo de la Blackface -creyendo bajo engaño que había sido fertilizado- comenzó a dividirse de acuerdo con las instrucciones impartidas por su nuevo ADN de la oveja Finn Dorset A partir de ese momento, se siguieron las etapas habituales del desarrollo in Vitro que podrían resumirse de la siguiente manera. Al principio, las células del embrión sólo se reproducen sin especializarse, pero después de seis días se dirigen hacia una esfera hueca llamada blastocito, una formación que surge justo antes de que las células comiencen a diferenciarse dentro del organismo en gestación. Al llegar a esta etapa, el equipo de Wilmut implantó el embrión en desarrollo en el útero de una oveja Blackface. A su debido tiempo, y tras un parto normal, la madre sustituta Blackface dio a luz a la encantadora ovejita Finn Dorset, de blanco semblante, que el mundoconoció con el nombre de Dolly, así llamada en honor a Dolly Parton, el ejemplar humano con el sistema más prominente de glándulas mamarias. Junto con la oveja6LL3 (la forma más prosaica con la que se conoció a Dolly), apareció el genio de la clonación de mamíferos adultos, irreversiblemente liberado ahora de su botella de supuesta imposibilidad técnica.
El mundo recibió la noticia del triunfo de Wilmut con una mezcla de asombro y preocupación. A pesar de que el Roslin Institute, localizado en las cercanías de Edimburgo, donde el equipo de Wilmut realizó su histórico trabajo, se dedicaba exclusivamente al mejoramiento genético de animales de granja para brindar a los humanos mejores carnes, huevos, leche y lana, la reacción inmediata fue (como era de prever) antropocéntrica, aunque en otros sentidos. Seguramente, Wilmut pudo haber soñado con clones de vacas capaces de dar leche descremada directamente de sus ubres, pero mucha gente, enterada de la existencia de Dolly, se sintió perturbada por la pesadilla de Frankestein Las encuestas de opinión pública realizadas en los Estados Unidos después del anuncio mostraron un rechazo de la clonación por parte de dos tercios de la población. Ante la pregunta de si la clonación era “algo bueno o malo”, el 64% de los Republicanos respondió que se trataba de “algo malo”; y en extraña armonía bipartidaria, el 65% de los Demócratas contestó lo mismo. Sólo el 23% y el 21% respectivos consideraron que se trataba de “algo bueno”. Si bien esta encuesta no se refería directamente a la clonación humana, una encuesta previa centrada en este tema, realizada unos días después del anuncio de Wilmut, reveló que el 87% de los norteamericanos cree que su práctica debería ser prohibida, mientras que el 93% no escogería ser clonado. Las razones detrás de la consternación y la repugnancia no son difíciles de hallar Algunos basan su rechazo en el narcisismo que podría desenfrenadamente aflorar si los ricos y poderosos comenzaran a clonarse a sí mismos con el propósito ególatra de encontrar la inmortalidad biológica en serie. A otros les preocupa la posibilidad de que los intereses económicos deriven en la clonación de grandes atletas y otros ídolos de la cultura pop -cantantes de rock, estrellas de cine, etc.- y, peor aún, que estándares temporarios y provincianos de belleza y excelencia humanas puedan ser congelados en carne y hueso. Esto podría sesgar la población humana y disminuir la riqueza y robustez de la reserva genética de nuestra especie. Sin duda, saldrían a la superficie las preferencias racistas, y aquellos que poseen el poder y el dominio de esta tecnología la usarían, sin pensarlo demasiado, para distorsionar la historia genética de la humanidad, reflejando sus prejuicios concientes e inconscientes Este rechazo generalizado es provocado también por temores aún más espeluznantes. Hay quienes imaginan que la clonación podría constituir un método para crear una clase inferior, los Clones (o “Replicantes”, como se los llamó en la película Blade Runner), que estaría al servicio de una clase superior de “gente real”, producida a través del método sexual tradicional. Algunos suponen que estos seres deliberadamente diseñados serán propiedad de sus creadores, quedando, en última instancia, esclavizados a sus diseñadores. De un modo todavía más aterrador, algunos piensan que los Clones podrían ser mantenidos como meros criaderos de órganos, fabricados y cultivados para utilizar sus partes por personas que se anticipan a la necesidad de transplantes de corazón, riñones, hígados o pulmones La creación y reserva de órganos y partes genéticamente idénticas a uno mismo evitaría el riesgo de rechazo de un órgano trasplantado y aseguraría un veloz abastecimiento de órganos en caso de necesidad Para otras personas, en cambio, el anuncio de la aparición de Dolly fue motivo de alegría. Durante mi curso sobre “Tecnología y Valores”, cuando surgió la noticia, una estudiante de grado comentó: “al menos así podremos deshacernos de los hombres”. En el futuro, las mujeres podrían usar parte de su propio tejido para brindar el ADN necesario para su propia reproducción, ¡e incubar luego a su vástago “gemelo” en su propio útero! La alumna celebraba incondicionalmente este desarrollo. Por el contrario, algunos de mis estudiantes varones se mostraron menos entusiastas. El halo fantástico que circunda a estos pensamientos sobre la clonación no debe ser simplemente descartado por sonar a ciencia-ficción. Lo que es ficción para una generación, se convierte en realidad para la siguiente. El éxito de Wilmut abre otra puerta que requiere de decisiones éticas por parte de la humanidad y plantea enormes interrogantes que ni el público ni los políticos están preparados para responder. Algunos esperan que el genio sea regresado sano y salvo a su botella.
Pero la tecnología ha llegado y debemos lidiar de la mejor manera posible con la nueva situación. Tal vez sea útil darnos cuenta de que la clonación no es tan nueva como los primeros informes de Edimburgo parecieran sugerirlo. Sin generar la menor controversia, se vienen llevando a cabo desde hace tiempo tareas de clonación en vegetales. La reproducción vegetal por medio de tejido adulto, más que a través de cultivo sexual, es una herramienta útil que despierta escasos cuestionamientos éticos o metafísicos. Si uno de estos experimentos con vegetales sale mal, tendremos pocos escrúpulos para deshacernos de los materiales de desperdicio.
También en la ciencia animal se han venido realizando procedimientos bastante similares a la clonación a partir de tejidos adultos. La fecundación in vitro ha sido ampliamente practicada desde hace tiempo. La división de tejido fetal, en un plato de petri, para producir mellizos -o embriones aún más idénticos entre sí- y llevarlos a término, es otra técnica comúnmente empleada por los genetistas así como por quienes realizan experimentos. Estos procedimientos, naturalmente, constituyeron un gran avance para la clonación de ADN adulto, pero al igual que muchos otros logros de la ciencia, recién ahora encajan dentro del contexto tecnológico que estaban esperando.
Si se logra perfeccionar la clonación de adultos, los beneficios esperables son incluso mayores para la ciencia animal. Por ejemplo, el calendario de los criadores de ganado se verá considerablemente acelerado si se puede reproducir a un espécimen adulto ya conocido. El inversor enfrentará menores riesgos y tendrá un menor tiempo de espera para obtener el retorno de su inversión. Además, cada vez que un rasgo deseado fuese hallado en un espécimen, podría preservárselo adecuadamente así como trasladarlo a través de la clonación, sin necesidad de preocuparnos por la aleatoriedad mendeliana. Incluso más, con la manipulación genética y la clonación, se podrían diseñar animales para la producción de determinadas sustancias escasas, como la insulina, tan necesaria para la medicina Tal vez con la tecnología de la clonación puedan ser diseñados órganos apropiados para trasplantar a las personas enfermas que los requieran.
Estos beneficios previstos no escaparán del cuestionamiento ético. Para que una oveja o (más posiblemente) un cerdo genéticamente diseñado pueda “donar” su corazón a un ser humano convaleciente, el animal deberá ser, eventualmente, “sacrificado”. Entonces, surgirán inevitablemente discusiones en torno a “los derechos de los animales”, dado que tanto las vacas como las ovejas y los cerdos son organismos inteligentes, sensitivos y sujetos de sus propias vidas. No sólo la matanza, sino también el cuidado y el bienestar de los animales clonados -al igual que el cuidado y el bienestar de sus homólogos naturales- plantean cuestiones éticas profundas para aquellos que se toman en serio la obligación humana de minimizar el sufrimiento y maximizar la satisfacción de toda experiencia, dondequiera que ella se encuentre. Estas cuestiones remuerden nuestra conciencia, pero la clonación no es su única causa.
En cierta medida, esto muestra cierto parentesco con la ética de la clonación humana. No todos los asuntos carecen de precedentes. Cuando la Comisión Nacional Asesora en Bioética sugirió al presidente Clinton que prohibiera por ley toda investigación que incluyera la implantación de clones de embriones humanos en el útero de una mujer (Wilson, 1997), una de sus preocupaciones residía en la posibilidad de que se generasen monstruosidades humanas y que luego hubiera que lidiar con problemas delicados derivados de los experimentos fallidos. Por ejemplo, ¿debería practicarse el aborto en los casos en los que el experimento fallase? ¿Debería aplicarse la eutanasia? ¿Institucionalizada? Seguramente, habría muchos errores. Para producir a Dolly, el equipo de Wilmut comenzó con 277 células amalgamadas, de las cuales sólo 30 empezaron a desarrollarse. Veintinueve blastocitos fueron implantados en úteros sustitutos, pero sólo uno de ellos logró crecer y convertirse en una oveja saludable. En cualquier desarrollo tecnológico, la presencia de desperdicios es una certeza. ¿Pero qué hacemos cuando el material de desperdicio es un embrión humano viable? Antes de entrar en este cuasi familiar atolladero ético, la Comisión Nacional decidió echarse atrás, aunque (curiosamente) no recomendó la prohibición de las investigaciones que incluyeran tejido fetal humano en etapa de pre-implantación, siempre y cuando éstas estuvieran financiadas por el sector privado -mientras que sí recomendó la prohibición para los casos en los que el financiamiento fuese público.
En otro sentido, los problemas éticos están tan emparentados como los gemelos idénticos. En cuanto a su identidad genética, dichos gemelos, derivados de la misma célula-huevo, tienen mucho en común con los clones, puesto que comparten exactamente el mismo código de ADN. No obstante, no son clones en sentido estricto, en el sentido de que no son producidos por medio de ingeniería ni asexualmente. También se diferencian del caso de Dolly en el hecho de que, al menos hasta ahora, los gemelos idénticos han normalmente compartido el mismo ambiente uterino y han sido de la misma edad. La “gemela” de Dolly, el ancestro adulto cuyo código de ADN comparte exactamente con Dolly, no sólo era seis años mayor que Dolly sino que no crecieron juntas en el mismo útero. En el mundo post-Wilmut tendremos que acostumbrarnos a hablar de gemelos idénticos de edades diferentes, nacidos en tiempos ampliamente distanciados y, posiblemente, de distintas madres.
Permitámonos hacer el supuesto realista de que la clonación humana será lograda dentro de no mucho tiempo en algún lugar del mundo con o sin regulaciones bienintencionadas, pero que no se pueden hacer cumplir. Las barreras técnicas no son precisamente elevadas, considerando el estado actual de la biotecnología. El atractivo de ser el primero en lograrlo es extremadamente grande y habrá diversas recompensas más allá de la fama. Debido a que se permitirá que las investigaciones sigan avanzando hasta la fase de implantación de lo que sería, en caso de seguir, un embrión viable, podemos conjeturar que una vez llegada esa instancia, la tentación de realizar el implante será irresistible. Obviamente, habrá “desperdicios”, pero no todo el mundo es consciente de estas cosas, y tarde o temprano (y me animo a adivinar que será más bien temprano) nacerá una versión humana de Dolly, la primera de muchas.
¿Cómo trataremos al primer neonato humano clonado? ¿Será considerado propiedad del equipo del laboratorio o de la compañía que fraguó su existencia?
¿Traerá con su arribo una avalancha de patentes? Esto seguiría el camino que recorrió el modelo de clonación de la oveja. Sin embargo, genéticamente se trata de un bebé humano. ¿Estamos preparados para tratar a algunos humanos como bienes? Durante la mayor parte de la historia de la humanidad, algunos humanos han sido propietarios de otros humanos. Sólo recientemente, en la época post- iluminismo, las sociedades dominantes comenzaron a rechazar en principio las relaciones de servidumbre. Sin embargo, aún en la actualidad persiste la esclavitud en varios lugares del mundo. ¡Cuánto más triste que irónico sería que la biotecnología de nuestra era post-iluminismo nos llevara nuevamente a aquellas prácticas y formas de pensar! Esto es lo que suponen aquellos que se imaginan a los clones como propiedades, como zombis inconscientes o como clones que son “criados” por sus órganos, Debemos reconocer que existen, hoy en día, enormes presiones del capitalismo triunfante que nos hacen mirar las cosas a través de la óptica del mercado y con los reflejos de propiedad listos para ser aplicados. Si diseñamos algo y lo fabricamos, nos pertenece ¿no es cierto? Un clon es algo que se diseña y se fabrica. Tenemos derecho a disponer de los clones de la manera que nos parezca conveniente. ¿No es esto obvio? Espero que las intuiciones éticas de mis lectores los hagan aclamar conmigo: ¡No, de ninguna manera! Los filósofos de la tecnología están especialmente calificados para elevar una protesta ética. Que algo sea un producto de un proceso tecnológico-esto es, que un propósito inteligente haya sido un factor significativo en la historia causal de ese producto- no lo deja automáticamente desprovisto de su valor inherente. Todo lo contrario. El principio de justicia establece que las desigualdades significativas en el trato deben ser permitidas sólo donde las diferencias moralmente relevantes justifican la discriminación. ¿Existen tales diferencias entre clones y no- clones? Resulta difícil imaginar cuáles podrían ser. El cuerpo de un individuo humano clonado solamente diferirá de su “gemelo” mayor (el donante de ADN) sólo históricamente, en relación con la primera fase del óvulo, en tanto que éste fue amalgamado en vez de fertilizado, seguido de unos pocos días de desarrollo en un plato de petri. ¿Es suficiente esta historia genética temprana para justificar la pérdida de derechos, un status social de segunda clase, o incluso más, la muerte por “donación” involuntaria de órganos vitales? ¿Es esa diferencia moralmente relevante?
No encontraremos repuesta a estos problemas en ningún libro milenario. Se trata de una cuestión sin precedentes y la sociedad es quien necesita decidir. Algunas sociedades, lamentablemente, han basado importantes discriminaciones en diferencias triviales. Tiempo atrás, los griegos intentaron justificar la esclavización de los “bárbaros” porque no hablaban bien su idioma; los occidentales blancos modernos intentaron justificar la esclavitud de hombres y mujeres basándose en la frágil excusa de la diferencia de color de piel. Pero después de años de conflictos atroces, el juicio dominante estableció (al menos por ahora) que éstas no eran diferencias moralmente relevantes. Debemos ser advertidos, no obstante, de que no es correcto suponer que las decisiones éticas tomadas por una sociedad permanecerán por siempre firmes. Necesitan ser continuamente reafirmadas para no perderse en el olvido.
Cuando los clones aparezcan entre nosotros, pensarlos bajo el modelo de gemelos humanos idénticos, en vez de bajo el modelo de animales de cría, tal vez nos ayude a darnos cuenta de que los clones humanos serán, después de todo, personas humanas. Nos estremecería pensar que un gemelo idéntico pudiese reclamar el uso del otro como un mero criadero de órganos. Cada gemelo tiene el mismo derecho a disponer de sus propios órganos. Esto parece obvio, pero ¿por qué tienen el mismo derecho? ¿Se debe meramente al hecho de que tienen la misma edad? Si uno de ellos naciera una hora después que el otro, ¿justificaría esto que el primero disponga del segundo como si fuera un bien? De no ser así, ¿por qué el mero paso del tiempo entre los nacimientos constituye una razón moralmente relevante para una discriminación tan perniciosa?
Considérense las otras diferencias. Haber pasado unos pocos días en un plato de petri como embrión ¿es suficiente para despojar a un adulto de la protección que le brindan los derechos civiles y humanos? La respuesta negativa es obvia en una era en la que hay bebés de tubos de ensayo. Sus historias genéticas tempranas pueden ser artificiales, pero no por ello esos bebés son impostores. Sin importar cuántas intervenciones inteligentes jueguen un rol causal en la gestación, el proceso tiene como resultado el nacimiento de niños reales (Ferré, 1995).
Finalmente, ¿podría la mera ausencia de un padre en la historia genética inmediata del clon (en algún punto hubo paternidad) constituir una diferencia moralmente relevante, una diferencia que justifique la esclavitud o alguna de las otras discriminaciones? ¿Cómo podría ser sostenido un argumento de esta clase? Los clones contienen el complemento completo de ADN humano. Sin embargo, en el caso de los clones, éste no fue generado por la lotería sexual que opera Sobre lo “natural” y lo “artificial, habitualmente. Esa es la única diferencia. Esta diferencia no hace que el individuo resultante sea menos completo. No necesitamos ser radicalmente feministas, como mi estudiante -que ya se estaba regocijando con la irrelevancia de los hombres- para rechazar la idea chauvinista de que la mera ausencia de un padre justificaría daño alguno a lo que de otra manera hubiera sido una persona humana en su totalidad.
La intuición de que los clones humanos serán personas humanas permanece.
Merecerán las mismas consideraciones, los mismos derechos y las mismas protecciones que cualquier otra persona pueda con toda razón reclamar. Pero, ¿hay una base más profunda para esta intuición? Y, por el contrario, ¿hay algo en las personas clonadas que justifique su discriminación con respecto a los animales de cría -en este caso, con respecto a Dolly? Dolly es, sin duda, la propiedad de alguien, de la misma manera que nuestras intuiciones morales nos indican que los clones humanos, al ser personas, no deben pertenecer a nadie. Pero ¿es justo esto? Si el principio de justicia les prohíbe a los no-clones discriminar a los clones, ¿cómo puede el mismo principio permitir a la vez la discriminación entre clones humanos y ovejas clonadas? ¿Por qué, en un sentido más profundo del “por qué”, deberíamos sentirnos obligados a tratar a las personas de manera diferente de los animales de cría? Sin una diferencia moralmente relevante, la discriminación sería arbitraria e injusta. Esto nos conduce de la ética a la metafísica de la condición de la persona.
Al adentrarnos en aguas nunca antes navegadas, la sociedad necesita de filósofos capacitados, al menos para que actúen como críticos frente a las respuestas irreflexivas que se dan ante cuestiones metafísicas que conllevan una gran carga ética. La metafísica popular abunda. Cuando aún se encontraba en funciones, el presidente de los Estados Unidos, Clinton, ofreció un preámbulo metafísico a su orden de prohibición de utilizar los fondos federales para la investigación sobre clonación humana cuando dijo: “Ningún descubrimiento que toque la creación humana es simplemente una cuestión de investigación científica. Se trata de un asunto que atañe también a la moralidad así como a la espiritualidad. Cada vida humana es única, nace de un milagro que va más allá de la ciencia experimental.
Creo que debemos respetar este enorme don y resistir la tentación de reproducirnos a nosotros mismos”.El presidente Bush, su sucesor, no fue menos sincero respecto de estos motivos teológicos.
Sin lugar a dudas, la afirmación de Clinton podría dar comienzo a un diálogo filosófico, pero ningún filósofo estará conforme con esta afirmación tal como ella fue enunciada. Clinton cita la “singularidad” como clave de la diferencia moralmente relevante entre las personas y las no-personas; y la singularidad es realmente un rasgo sobresaliente de las personas, pero lo que realmente importa no es la mera singularidad sino, por el contrario, la clase de singularidad que gozan las personas.
Si alguien entre los actuales protagonistas puede solicitar la reivindicación de su carácter singular, ésa es Dolly, el primer clon mamífero exitoso. Pero Dolly no logrará el voto o la protección para evitar ser tratada como un bien -es demasiado valiosa en la práctica (¡pero no por la manera en que la ve la industria de la carne!) para ser desperdiciada en chuletas de cordero- por el mero hecho de gozar de su singularidad. Dolly es singular, pero no al modo en que las personas son singulares.
Clinton hizo también referencia a la palabra “milagro”. Se trata de un término más difícil de evaluar para los filósofos. En uno de sus sentidos, un milagro es algo completamente opaco a la razón, y pretende significar precisamente eso -una barrera a la discusión interpuesta en el camino del entendimiento. Los filósofos, como críticos de la confusión, están obligados a señalar esto. Pero esta no tiene por qué ser la intención de la palabra. Según otra de las acepciones del término, cada nueva vida es motivo de asombro y sobrecogimiento -un milagro de complejidad hecha unidad que funciona mediante diferenciación y afinidad interna. En ese sentido, sin embargo, los orígenes de Dolly -y no sólo aquellos de los seres humanos- son dignos también de asombro y sobrecogimiento. Este milagro de vida no convierte por si solo a Dolly en una persona, pero nos recuerda que los animales que no son personas (y otros seres vivos) puede que merezcan mucho más respeto del que nuestras prácticas corrientes de mercado les dispensan.
Una función positiva de la afirmación del presidente Clinton fue desafiar, de una manera altamente visible, la extendida metafísica popular del cientificismo reduccionista, su oponente implícito y, además, el blanco de su negativa a que el tema de la clonación humana pueda ser considerado “simplemente una cuestión de indagación científica”. La evocación del presidente de “la moralidad así como la espiritualidad” deja en claro que las categorías del materialismo eliminativo no son, según su estimación, lo suficientemente abarcativas para constreñir la elaboración de una política pública satisfactoria.
Coincido con esta opinión. Pero todos los que nos dedicamos a la filosofía somos conscientes de lo fuerte que puede ser la atracción gravitacional del materialismo eliminativo, aun para aquellos que se esfuerzan por escapar de él. Considérese, por ejemplo, la reciente invasión de nuestro campo por los zombis -o, más precisamente, por los experimentos mentales acerca de los zombis. Mirado con superficialidad, esto podría parecer una inocente diversión, pero en realidad revela profundas deficiencias en lo que podría ser llamado el moderno paradigma metafísico subyacente.
La crucial presunción moderna, que prácticamente todos los filósofos de moda parecen compartir, es que cuando se aborda la cuestión de los constituyentes elementales del universo natural, éste es tratado, “por defecto”, como privado completamente de internalidad - como los zombis, para quienes, según la nueva frase famosa de David Chalmers, “todo es oscuridad en su interior” no sólo discute el caso de los zombis extensamente sino que ha estimulado una amplia literatura en un corto tiempo. Internet ha ayudado en gran medida a esto último. Chalmers ha establecido un sitio en la red en el que compila el actual acervo sobre zombis “No hay nada que sea lo que es ser un zombie”. Este paradigma de oscuridad por defecto produce que la experiencia en la naturaleza constituya un problema inmenso- y aún no resuelto- para aquellos que permanecen atascados en este modelo mundial moderno Owen Flanagan, del departamento de filosofía, psicología y neurobiología de la Universidad de Duke, y Thomas Polger, del departamento de psicología de la misma universidad, ilustran bellamente este “atascamiento” en su artículo, “Zombies and the Function of Consciousness” (Flanagan y Polger, 1995). En este artículo elogian la utilidad de los experimentos mentales sobre zombis diciendo que echarán luz sobre “la no-esencialidad de la conciencia”, punto de vista que ellos adoptan. Supuesto este punto de vista, los autores señalan que dentro de su paradigma, para el cual la oscuridad es la condición por defecto y la experiencia completamente no-esencial (esto es, no ocurriría nada de otra manera si todo el devenir consciente fuese eliminado del mundo), el problema no es meramente mostrar cómo “los estados mentales podrían dar lugar a estados fenoménicos” (aunque, reconocen, esto sólo ha devenido un problema suficientemente intratable), sino aún peor, señalar por qué “es que llegaron a existir criaturas conscientes. ¿Por qué la evolución dio como resultado criaturas que fueron más que sólo informacionalmente sensibles? No hay, hasta donde sabemos, buenas teorías al respecto...” (ídem: 325). Estos autores estipulan que somos, en efecto, conscientes. Pero luego agregan: “asumiendo que esto es verdad, pero también que es verdad que no hubo necesidad metafísica, lógica o nómica en hacernos así, ¿por qué la Madre Naturaleza se decidió por ‘hacernos sujetos de experiencia’como una buena solución estratégica para nosotros, y muy posiblemente para otros numerosos mamíferos y otros géneros?” (ídem). Los autores no tienen la respuesta. Y, dada su asunción de que la experiencia es metafísica, lógica y nómicamente irrelevante, hay una baja posibilidad de que encuentren alguna.
David Chalmers agrega el supuesto explícito de la “irrelevancia explicativa” a su tratamiento de la no-esencialidad de la conciencia, que se sigue inevitablemente de su no cuestionada aceptación de la oscuridad por defecto de la naturaleza junto con un supuesto adicional acerca del carácter “causalmente cerrado” del orden físico.
Para cualquier actividad que parezca requerir explicación en términos de su devenir experiencia consciente, concluye el autor, debe haber una explicación completa que deja a la experiencia fuera de la explicación. “Ciertamente, no conocemos ahora los detalles de la explicación”, admite, “pero si el campo de lo físico está causalmente cerrado, entonces habrá alguna explicación reduccionista en términos funcionales o físicos” (Chalmers, 1996: 178). Esa será la explicación que plenamente dé cuenta de cómo los zombis pueden hacer y decir todo lo que nosotros decimos y hacemos, mientras permanecen en el estado de oscuridad por defecto; también (lamentablemente) será la explicación que dé cuenta plenamente de todo nuestro comportamiento y discurso no-zombi -dejando a nuestra misteriosa conciencia revolotear de modo irrelevante como un dominio extra de bruta realidad experiencial.
Esta clase de discurso motiva en John Searle y Daniel Dennett -aliados por una vez- arrebatos de rechazo, aunque por razones bastante diferentes. Dennett rechaza como inimaginables los zombis del tipo propuesto por Chalmers, dado que para él representan una distinción sin una diferencia con respecto a nuestra situación humana real. Para él, las diferencias importantes son las existentes entre los simples emisores de comportamientos “oscuros”, como las polillas de la luna (a los cuales aceptará llamar “zombis”, si debe hacerlo), y los c o m p l e j o s emisores de comportamientos “oscuros”, como nosotros mismos, a los cuales prefiere llamar “zimbos” (Dennett, 1995). Flanagan y Polger estaban equivocados, según Dennett, al suponer que hay alguna diferencia entre la “sensibilidad experiencial” y la “sensibilidad informacional”. Por lo tanto, concluye Dennett, Flanagan y Polger agravan este error cuando preguntan cuál sería la ventaja adaptativa de la conciencia (cuando se la contrasta con la mera ‘sensibilidad informacional’)” (ídem). Dennett está tan entusiastamente a favor del moderno paradigma de la oscuridad interior que rechaza cualquier diferencia entre los zimbos y nosotros. Si esto fuera reductio ad absurdum, sugiere, ¡entonces vayamos a fondo! Muy bien. Acepto su desafiante invitación. Con Searle, Chalmers, Flanagan, et al., creo que “absurdo” es la palabra adecuada -que indica un completo callejón sin salida para el paradigma moderno de la oscuridad por defecto. John Searle dirige su propia arma de reductio contra el discurso de Chalmers acerca de los zombis, caracterizándolo como un esfuerzo fútil para pegar conjuntamente el fisicalismo reduccionista, el funcionalismo y la Inteligencia Artificial Dura con los hechos innegables y auto-luminosos de la experiencia subjetiva fenoménica. Searle, a diferencia de Dennett, considera a lo fenoménico como primario; y, a diferencia de Chalmers y sus amigos, considera al funcionalismo como una teoría poco meditada. Lo que más parece irritar a Searle es la presupuesta irrelevancia explicativa de la conciencia -el “no-esencialismo de la conciencia”- que subyace al hecho de tomar a los zombis seriamente, incluso en el pensamiento. Casarse es un comportamiento que podría ser imitado con exactitud por mi gemelo zombi no consciente; así, cuando me caso, la explicación, de acuerdo con la absurda teoría de la irrelevancia, puede no tener que ver con estar conscientemente enamorado de mi novia. Incluso sentir un dolor de muelas debe ser, en esta teoría, explicativamente irrelevante para mi decir “siento un dolor de muelas”, dado que mi discurso es “un evento físico en el mundo como cualquier otro y tiene que ser explicado enteramente por causas físicas” (Searle, 1997: 48). El compromiso de Chalmers con el programa funcionalista de moda lo induce a saltar sobre el precipicio antes que tener que admitir que el camino se terminó. Searle concluye: “un mérito de Chalmers es que ve las consecuencias de sus puntos de vista; un demérito es que no ve que estos son absurdos”. Coincido mayormente con Searle. Más allá de las cegueras teóricas, debería ser obvio que la experiencia es un ingrediente causal y un factor explicativo en el mundo físico. La tarea del filósofo no es negar lo obvio, sino intentar comprender cómo es que es de ese modo. Sólo desearía que Searle no hubiera debilitado su posición por unirse gratuitamente a sus oponentes al aceptar el moderno paradigma de la oscuridad y la condición por defecto en la naturaleza. Dice Searle: “la conciencia es sobre todo un fenómeno biológico y está tan restringida en su biología como la secreción de bilis o la digestión de carbohidratos” (ídem: 50). Pero eso es decir demasiado poco. Es verdad que la única conciencia de la que devenimos conscientes está basada en nuestra propia biología. Sin embargo, nuestra capacidad de ser conscientes de nosotros mismos, del mundo, y de las posibilidades no realizadas -y nuestra capacidad de hacer que pasen cosas nuevas sobre la base de esa conciencia- es cualitativa y causalmente inconmensurable con la bilis y la digestión. Nuestro nivel humano de toma de conciencia está basado en un proceso biológico posibilitado por la biología compleja del sistema cuerpo-cerebro distintivamente humano. Pero no es totalmente absurdo imaginar que procesos biológicos más simples podrían implicar órdenes más simples y más difusas de conciencia. Nada es más plausible que reconocer la (a menudo no tan difusa) sensibilidad de nuestras amigables mascotas.
Los chimpancés y los delfines están cerca de lo más alto de la escala de conciencia, escala anclada en el extremo complejo (hasta donde sabemos actualmente) por los humanos, pero no es en absoluto obvio dónde puede estar anclado el otro extremo -o si hay algún “extremo” más allá del cual las entidades carecen de todo rasgo de interioridad. Además, no es absurdo aplicar categorías dinámicas, evolutivas y orgánicas a todos los niveles de la naturaleza cuando se especula en el contexto de la física relacional de los cuantos y la química auto- ordenadora. ¿Por qué no considerar como primitivo algo como el sentir preconciente y de bajo nivel -la condición por defecto de lo que es ser como una entidad? El paradigma moderno, igualmente especulativo, que asume la oscuridad como la norma para la interioridad de las cosas, no nos ha llevado hacia ningún lado a la hora de resolver el problema de la conciencia. El discurso sobre los zombis y su esterilidad -o aún peor, su peligro, si los clones humanos (en parte como su resultado) son imaginados como siendo oscuros por dentro- debería sugerir a los filósofos de mentalidad abierta que los tiempos están maduros para un nuevo intento de concebir en qué consiste ser lo que se es cuando se es algo. No podemos realmente imaginar cómo es ser algo para lo que “no hay nada como lo cual” ser. ¿Por qué no invertir la condición por defecto? ¿Por qué no intentar pensar sostenidamente sobre el universo como organísmico en su estructura, evolutivo en el tiempo y capaz de desarrollar personas conscientes en el extremo más alto de un continuo natural de causalidad y toma de conciencia explicativamente relevante? Propongo, en otras palabras, que consideremos la ética de la nueva tecnología de clonación según una cosmovisión alternativa, algo a lo que llamo “organicismo personalista”.
En un sólo ensayo de este tipo no puedo posiblemente reunir argumentos convincentes que apoyen esta cosmovisión como un todo. Espero que mi trilogía de 1.200 páginas, Philosophy and Value, tenga ese efecto. Sin embargo, permítaseme señalar la valiosa luz que el “organicismo personalista” puede arrojar sobre el tema de la clonación humana -y, en el mismo contexto, cómo reflexiona sobre cuestiones referidas al estatus de los animales, como Dolly, en nuestro ambiente natural no- humano. El organicismo personalista surge de la síntesis formada mediante el entrelazamiento de (1) la prioridad de los valores personales con (2) la profundamente integradora “filosofía del organismo” promovida por Alfred North Whitehead. El yo personal según Whitehead es una secuencia ajustadamente tejida de lo que este autor llama las ocasiones “dominantes” o “gobernantes” en la sociedad de duraciones experienciales, temporalmente sucesivas pero internamente relacionadas, que constituye la mente humana consciente, intencionada y moralmente responsable. Ninguna ocasión es puramente física o puramente mental.
Todas son bipolares. En ambientes simples, el polo mental es prácticamente insignificante, pero en ambientes extremadamente complejos, especialmente dentro del cuerpo humano, la mentalidad es estimulada hasta importantes niveles de actividad. Este yo bipolar está íntimamente ligado, mediante relaciones internas, a flujos de experiencia preconsciente, amplificado y encauzado a través de los órganos del cuerpo. Cuando esta experiencia se vuelve más compleja e intensa, el polo mental se pone cada vez más en juego. Cuando se eleva hacia la conciencia, sus logros de síntesis experiencial adquieren un valor intrínseco cada vez mayor. El cerebro humano, con sus billones de neuronas en múltiples redes de interrelación, es la estructura más compleja en el conocido universo. Esta complejidad viviente es la base que alimenta a eso que constituye la persona humana. Los órganos del cuerpo, como sub-sociedades vivientes, seleccionan, intensifican, transducen y transmiten hacia el cerebro sus modos de experiencia, colectados de adentro y de afuera del cuerpo; de ese modo proporcionan ricas cascadas de información -a menudo en tensión- que demandan una armonización activa innovada por la ocasión consciente gobernante, ella misma ubicada en algún foco nodal de toda esta complejidad durante su momento de auto-actualización subjetiva. La intensidad de los contrastes se torna tan grande que cuando la conciencia se despierta, la actualidad presente puede ser contrastada explícitamente con la posibilidad ausente. Este contraste permite la iniciación de valoraciones novedosas -positivas y negativas- acerca de lo posible. A veces el aliciente (o la amenaza) de las nuevas posibilidades es buscado con una intención subjetiva hacia el futuro tan firme que, orientando el cuerpo y la mente, el yo personal puede tejer gradualmente la realidad concreta del mundo a partir de lo que habían sido sólo sueños abstractos. De este modo, los valores personales dan forma a la historia.
Esta pequeña reseña está demasiado comprimida para hacer justifica a la explicación de la persona humana por parte de la filosofía del organismo. Sin embargo, no es posible aquí proveer los detalles de una explicación de esa clase. Por el contrario, la cuestión en juego es qué sucede cuando al organicismo personalista se lo interroga sobre la clonación humana y sobre Dolly. En primer lugar, el organicismo personalista, como una de las variedades del organicismo, necesitará reconocer la relevancia profunda del trabajo embriológico de Ian Wilmut para la posible reproducción de seres humanos. El atractivo de esta posibilidad, como he dicho antes, reside en que seguramente será actualizada.
Quizá, las suplicas de las parejas sin hijos, la profunda pena por la irreparable pérdida de un hijo muerto -u otros motivos menos benévolos- construirán la firmeza del propósito subjetivo, pero, con independencia de los impulsos, debemos estar preparados para el arribo entre nosotros de la clonación humana. Como he argumentado, esos clones serán completos seres humanos. Sin embargo, si el organicismo personalista está en lo correcto, esos completos seres humanos, en la medida en que se desarrollen hacia la madurez, serán auto-creadores parciales de sí mismos en tanto que devengan personas. Este es el “milagro” en la condición de persona, que cada persona es hasta cierto grado significativo opaca a la ciencia predictiva, puesto que cada persona está parcialmente autodeterminada en el marco de los idénticos constreñimientos de las capacidades, provistas por el legado genético, y las oportunidades y cambios, provistos por el medio ambiente. El “milagro” de la condición de persona es que ni la naturaleza ni la crianza -así como tampoco ninguna combinación de las dos- están completamente determinadas.
Gracias a la compleja singularidad del organismo humano, la mentalidad humana es capaz de reconocer y nombrar las regularidades de la experiencia, dar lugar al lenguaje y, entonces, a los poderes para tratar libremente con las posibilidades, incluso con las que están remotamente ausentes del ambiente concreto inmediato. Las posibilidades, una vez actualizadas, conducen hacia nuevas y fractales ramas del árbol de las actualidades y hacia todavía más posibilidades, haciendo que gemelos idénticos sean diferentes personas, y asegurando que los clones idénticos - teniendo incluso menos en común que los gemelos idénticos, quienes comparten el mismo ambiente uterino- sean también personas diferentes de sus ancestros, o de otros “gemelos” clonados, con independencia de cuán parecido sea su ADN. El organicismo personalista pone un punto final a la noción de la que las personas pueden ser reproducidas. Los organismos humanos pueden y serán, seguramente, clonados. Sin embargo, nunca lo serán las personas.
En segundo lugar, el organicismo personalista, como una de las variedades del personalismo, necesita expresar qué de la condición de la persona humana da cuenta de la diferencia moralmente relevante para la vida entre las personas humanas y otros sujetos sintientes como Dolly (incluidos otros animales de granja e, incluso, animales salvajes). Creo que la diferencia no es absoluta; ella yace –como los grados de toma de conciencia- en un continuo; pero, no obstante, esta diferencia es real y vital. La diferencia clave reside en el valor intrínseco poseído por la experiencia que está libre, primariamente por el lenguaje, para elevarse en los dominios del simbolismo y la posibilidad, desatados de lo determinado de la actualidad circundante. Esta libertad es la condición necesaria y la fuente del propósito humano, la capacidad de planificar para un tiempo lejano. La totalidad de la civilización depende y permanece dependiente de esta capacidad. Esta es también la fuente de la toma de conciencia humana de la muerte, que agrega esa especial y valiosa intensidad personal al fallecimiento de los eventos finitos. Esta es la fuente del éxtasis; la fuente de la agonía. Aquí está al menos la clase especial de singularidad personal que distingue a cada persona humana de cada una de las otras, y a todas las personas humanas de otros seres sintientes, cuyas vidas mentales están más ligadas al aquí y ahora.
Sin embargo, aquí el organicismo personalista -a la vez que ilumina la diferencia moralmente relevante que justifica tratar a las personas humanas con especial dignidad, nacida de la particular capacidad para planear y ser responsable, sentir culpa y crear sinfonías- no niega el valor intrínseco de los centros no-personales de duración y curiosidad, necesidad y satisfacción, como Dolly y otros organismos sintientes. El monismo materialista, en un extremo, no otorga valor intrínseco a ningún lugar de la naturaleza. El dualismo tradicional, en el otro extremo, protege a las personas humanas del estatus de zombis, pero éste no es un buen precio para
Dolly, si sólo se les otorga valor intrínseco a los espíritus humanos. Pero el organicismo personalista puede distinguir grados de valor, honrando como especial a la condición de persona, sin negar los valores intrínsecos genuinos en el mundo de la naturaleza. Desde un punto de vista completamente whiteheadiano, la totalidad de la naturaleza está vibrante de valores, hasta el último pulso de energía cósmica, aunque éste no es un asunto sobre el que trataremos aquí. Al menos la obvia sentiencia tiene valor. Dolly cuenta en sí misma. Ella es el sujeto de una vida. Aunque ella tiene poderes mentales, no es un sujeto personal. Ella no puede elevarse más allá de su redil. No sabe que es mortal; no demanda la dignidad especial de la condición de persona auto-creativa -esto es, no viola su estatus ser la propiedad de otro, en la medida en que su dueño esté atento a sus necesidades. Ella es un clon, pero es también un organismo sensitivo. No puede demandar tener derechos, puesto que tales abstracciones no son parte de su vocabulario, pero los agentes moralmente responsables sí tienen deberes hacia ella, como parte de sus deberes de actuar con apropiado respeto por todos los valores, cualquiera sea el lugar donde ellos se encuentren.
Cuando los clones humanos aparezcan entre nosotros, a ellos también se les deberán deberes. En primer lugar ellos serán niños y dependerán (como Dolly) de otros. Estos cuidadores estarán obligados a respetar el gran valor de estos clones niños en cuanto que seres humanos y, por lo tanto, personas potenciales. Después de un tiempo, dada la adecuada crianza, ellos realizarán su potencial, aprenderán una lengua y serán capaces de reclamar derechos -derechos humanos completos- para sí mismos. Al hacer esto, estarán confirmando la validez de sus demandas, puesto que al realizar estas demandas estarán funcionando sólo como las personas pueden funcionar. Aunque clonados, no tendrán “personalidades reproducidas”. La “reproducción de personas” será una imposibilidad teórica. En tanto que seres humanos, ellos compartirán el milagro de su propia auto-creación.
Bibliografía
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